jueves, 7 de julio de 2011

Barómetro

La lluvia hizo una pausa y el viento dejó de silbar entre los árboles, pero no había ni una estrella en el cielo helado. El silencio oprimía los tímpanos, tomaba la forma del anuncio de algo por suceder. El horizonte iluminado fugazmente por relámpagos que no se dejaban oír, como si el mar se los devorara. Esos destellos en el horizonte no dejaban ver más que por un segundo la espuma de la rompiente, que volvía a desaparecer absorbida por la negrura profunda de esa noche otoñal.

Ian se sobresaltó por el silencio. Hacía 12 años que vivía en esa casa colgada del médano, tapada por una frondosa capa de tamariscos y resguardada por una gran columna de pinos que llegaban a la playa desde la estación forestal. Novecientas hectáreas de bosque a sus espaldas no parecían compatibles con ese silencio. Se irguió, corrió la pesada cortina que oscurecía su habitación y sin dejar la cama contempló la negrura de la noche.

Ya no le sería fácil volver a dormir, se puso el pantalón de lluvia que estaba sobre la silla, se calzó sus botas de pesca y con la campera en la mano fue hacia la estancia principal. Encendió el velador a querosene. Antes de salir vio que eran apenas pasadas las cuatro de la madrugada, fue hacia el barómetro y sin salir de su asombro lo golpeó con su dedo índice, como todos los días, para ver hacia dónde viraba. Nunca había visto una marca como ésa, no superaba los quinientos milibares y con tendencia a la baja. Prendió la radio portátil que le hacía compañía por las mañanas. Silencio. Ni siquiera se escuchaba el ruido de fritura, tan común cuando no estaba la sintonía en una estación de radio. Tal como hacía con su barómetro, la golpeó en la rejita del parlante con su dedo índice. Nada cambió. No creyó que tuviera que preocuparse, pero decidió que reforzaría los postigos de toda la casa. Con un barómetro así la tormenta sería grande, y vaya a saber cuántos días duraría. Tan pronto amaneciera iría hasta el pueblo por provisiones extra. Ese mismo lunes había comprado para quince días, pero algo le decía que esto podía durar más y las provisiones se acababan rápido en el pueblo si la tormenta no dejaba pasar los camiones.

Tomó su linterna y abrió la puerta de entrada, accionó la perilla de encendido y nada. Solo silencio. La negrura invadía todo. Sólo un pequeño resplandor venía del interior de la casa. Volvió a entrar, buscó en el cajón de la cómoda donde estaban las pilas, revolvió todo pero no había. Pensó que hacer, la tormenta no tardaría en desatarse. Finalmente decidió que debía esperar la luz del alba, allí podría trabajar en los postigos. Se sentía bien. A cualquiera esa situación le hubiera dado miedo, pero Ian era un pescador solitario, acostumbrado a la soledad y a la oscuridad. Apagó la lámpara y volvió a su cama.

Los minutos pasaban. Ian recostado sin sus botas puestas, pensaba en su vida, es su niñez en el pueblo, en Mora que había fallecido hacía tantos años, en Tobías, su hijo, que se había ido hacía quince años y del que solo recibía tarjetas postales de distintos lugares. Tobías recorría el mundo con Deby, dos locos errantes que no se afincaban en ningún lado. Ni siquiera haber tenido al pequeño Ian los había hecho establecerse. Pensaba cuántas cosas habrán sucedido sin que él hubiera estado allí. No le importaba, había elegido cómo vivir su vida y le gustaba. Extrañar a su hijo lo dejaba vivir.
Pasaron horas, y nada cambió. Ensordecía el silencio, la oscuridad permanecía. No supo cómo pero lo supo, ésa no era una tormenta por venir, un amanecer por llegar, era el momento para repasar su vida, sus amores, sus tristezas. Su vida se agotaba y él era feliz. La muerte no era un castigo, sino el premio que había logrado después de tanto tiempo. Mora se sentó a su lado, le tomó la mano y sonrió.


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